jueves, 29 de marzo de 2012

Luces de aseveración. III Parte

Era ya lunes de nuevo, o jueves. En el trabajo el anacronismo era la característica principal. El parque y Cata quedaron guardados en un cajón mientras pulcro desarrollaba su labor logística. Mecánicamente sentimental el color marrón junto al olor a papel bond de su trabajo lo invadían en una soñolienta burbuja de golpeteo de sellos y respiraciones profundas de cansancio indetectable. A veces, la algarabía invadía el tenue ambiente oficinista al dejarse escuchar un taconeo juvenil resonando en el tímido piso; y donde los mas viejos presentían casi con condescendencia el dolo que le causaba a este esas zapatillas impías que se habían atrevido a entrecortar el sutil encanto del no pensar. Era alguna chica nueva, lo sabían. También sabían que en una semana cambiaria ese anárquico taconeo por una fantasmagórica presencia. Convirtiéndose de zarpazo en uno de ellos, esos amantes del silencio. Caminado sin tacones ya. Simplemente deslizándose por el piso carmesí sin la mas minima intención de ser escuchada. Donde todo volvería a la normalidad.

Sentía Natalio como si hubiera pasado semanas o meses recostado en su cama analizando sin malicia el techo de su habitación. Solo escuchando el hipnótico sonido del abanico refrescándole los pies salidos de la sabana. Y es que: trabajo-casa-trabajo-casa-trabajo-trabajo sin pensar habían compuesto los últimos tiempos. No era nada, lo sabia, siempre ocurría. Solo que ahora lo había captado. Como un resplandor en la oscuridad. Ya era viernes y ante estas y otras observaciones decidió salir. El cine o una copa eran las opciones, se podía ir solo a ambas. Tranquilamente. La copa le ofrecía tal vez algún encuentro casual. Opción que le pareció mas acertada, basta de tanta soledad atareada. Tenía un bar preferido, a algunas calles de su labor. No tendría que mover su auto más que para retirarse y tenía algunos conocidos en el lugar. El reloj marcaba ya las siente con treinticinco y la taberna se llenaba de jóvenes y vetustas voces por igual. Un piano monótono sonaba de fondo y el murmullo y choque de cristales le reconfortaban sobremanera. Esa noche la disfruto con franqueza y desarrollo buenos tópicos con sus compañeros. A las diez y cuarto decidió retirarse a descansar al departamento otrora dorado.

Manejar de noche habiendo manejado de día, conociendo las horas pico es un sentimiento reconfortante. Las calles solas, húmedas, reflejando la tenue luz de las lámparas mercuriales bajo un fondo negro lo sobrecogían. Los semáforos locos despabilándose después de un día de celoso orden le daban un tono gracioso a la pulcritud de la que se componía la escena. A veces, un modesto auto aparecía del lado contrario o rebasándolo sin mas. Rompiendo el pequeño silencio ajeno a la ciudad de día y monotonizandola de noche para los vagabundos, fiesteros y suicidas. Así se fue recorriendo sus calles Natalio, pensando en todo y en nada, deslizándose como en seda vía intravenosa en la ciudad tarareando de cuando en cuando alguna canción desconocida adquirida subconscientemente en el bar. En ese tarareo continuo, una señalización de alto paso desapercibida para los ojos sin anteojos de Natalio y entre un chillido de llantas y humo de caucho su auto envistió a un ciclista confiando, arrojándolo varios metros por encima de su coche cayendo entre pavimento y tierra inconsciente y malogrado.

El silencio de la urbe fue su compinche en esos momentos. A lo largo de la avenida las minúsculas luces de los autos ajenos se veían pasar pero muy lejos. Natalio estaba solo con el ciclista a sus pies, que gemía levemente bajo su casco resquebrajado. Estaba vivo, pero ¿Cómo saberlo?. El miedo del solitario conductor lo invadió. De nuevo las mismas carreras entre oficinas de transito y hospitales, tiendas de regalos y mas anteojos. Ya no correría ese riesgo, entre la niebla del alcohol y su déficit visual ( y su nulo poder muscular ) levanto al herido como pudo y lo subió al coche. Sin olvidar al cadáver de la bicicleta, ella si había muerto sin remedio. “Sin evidencias” se dijo y acelero.

Ni el mismo se dio cuenta, pero la victima de esa noche se encontraba ya recostada en la cama de su departamento. Natalio se la había querido jugar. Todo o nada. Si no era grave, el mismo curaría al herido, explayándole toda clase de disculpas y explicaciones para buscar el perdón. Y si moría. Había pensado en entregarse, explicar todo y esperar las consecuencias. Después, pensó mejor la situación y organizo todo un plan para desaparecer el cuerpo y un viaje de huida meticulosamente trazado a Tierra de Fuego o Timbuktu. Daba por sentado que con esos nombres no podían estar muy alejados el uno del otro así que cualquier opción seria la correcta. Después ya no pensó en nada. El herido se movía un poco mas acurrucándose placenteramente en el lecho. Cual si fuera su propia cama. Natalio vio eso como buen augurio y se aboco a hablarle, y tratar de quitarle el casco que por miedo no había querido ni tocar.

Poco a poco desabrocho el velcro de las correas del casco. Se veía la sangre seca que había corrido por las mejillas y al jalarlo por fin de la cabeza sintió pegajoso entre el cabello y el cráneo. La cara llena de tierra del lacerado ciclista aunado a su cabello largo le daban una apariencia cavernosa y gemía entre sueños mientras Natalio le limpiaba la herida de su frente y la cara empolvada. Mientras se iba aclarando la tez manchada Natalio tuvo la segunda sorpresa de la noche: El ciclista era una mujer. Natalio había olvidado-perdido sus anteojos entre toda la prisa del accidente. Pero unas cuantas silabas susurrantes del lacerado fueron suficientes para que se diera cuenta de que todo ese tiempo había sido una chica la victima, cambiando todo el ambiente y las circunstancias que rodeaban el caos en ese pequeño departamento. Inclusive un suave aroma florar que solo puede despedir la belleza de una mujer llegaron a su nariz, sumiéndolo por un instante en un letargo de tranquilidad y reposo.

-¿Que ha pasado?- fue la frase reveladora que ilumino a Natalio. La ahora moza sucumbió después tal vez al esfuerzo y volvió a dormir profundamente. El la veía, ahí. Sentado junto a la cama respirando aceleradamente con las manos sobre la rodilla y sus piernas muy juntas. Al cabo de un rato, animoso se puso a asear un poco mas su rostro y parte de su cuerpo. El pudor y ansiedad que tenia solo le permitió despojarla de su chaqueta y arroparla como se arropa a un hijo para dormir. Eran ya las dos y cuarto de la madrugada y el sueño vencía al atolondrado solitario. Tomo una manta y en un rustico sofá Natalio se dispuso a descansar pensando mucho rato en que haría o diría en la mañana siguiente a la convaleciente mujer.

El techo era diferente. Un microsegundo antes de volver a la realidad lo miraba así. Luego, sucesivamente recordó que durmió en la sala. Por eso el techo no era el de su habitación. Otro nanosegundo después recordó el bar, sus anteojos, el accidente y por ultimo al hombre que atropello que resulto ser mujer. De un golpe se incorporo en el sofá y como espectro, estaba frente a el una mujer de cabello suelto, estática, mirándolo con un signo de interrogación asustado en el rostro. Natalio también la miro con el mismo tipo de mirada y lentamente se puso en pie sin dejar de observar su rostro enmarañado.

Suavemente el “¿donde estoy?” de la noche anterior se repetía acompañado de un sorprendente “¿Quién soy?”. Natalio no daba crédito en su mente resquebrajada a tales cuestiones de parte de la chica. La confusión se hizo general y el asustado burócrata no sabia que hacer. La chica misteriosa tomo una silla del comedor y se sentó atónita. La incertidumbre invadía su mente y cuerpo mientras la herida de la cabeza le punzaba en un martilleo constante. La sangre había sido limpiada por Natalio así que no sabia la magnitud del golpe, salvo por el dolor repetitivo en su cien. Luego de un rato de solo respirar y algunos movimientos oculares, Natalio con voz entrecortada empezó la diplomacia en pos de salvar su pellejo de alguna injuria judicial:

-Me-me llamo Natalio, anoche tu-tuvimos un accidente. Te atendí mientras estabas herida. Todo fue un accidente. Accidente. A-c-c-i-d-e-n-t-e.

Las piernas le flaquearon y claramente sintió como el pequeño departamento dio tres vueltas y media alrededor de el. La chica, casi sin prestarle atención, mas absorta en escrudiñar en su mente su identidad y origen solo lo miro de reojo. Se fue al refrigerador y tomo un poco de agua y le pidió una aspirina para su dolor. Se dio cuenta al pararse de nuevo que un dolor en la pierna también la acompañaba esa confusa mañana y que no podría caminar o estar de pie por mucho tiempo. Natalio se dio cuenta de ello y se acerco a auxiliarla. Confiada, la chica se dejo sujetar para ir de nuevo a la habitación donde poder reposar sus heridas. El anfitrión temblaba ante cualquier insinuación de palabras de ella, que no atinaba a comenzaban. Moria de ganas de saber su sentir para poder hacer algo al respecto. Estaban en un limbo de clase media resistiendo cada cual a su modo la resaca de un viernes en la noche. En un sábado por la mañana.

-Hoy es sábado, es día de descanso. Las oficinas gubernamentales están cerradas. Será mejor que repose este fin de semana aquí, yo cuidare de usted señorita. Es mi deber. El lunes a primera hora iremos a alguna institución u hospital, como desee. Me siento culpable, por lo tanto, mi casa es su casa-. Natalio salio presuroso al baño donde como si hubiera estado bajo el agua aguantando la respiración tomo todo el aire que pudo. Esa ultima frase dicha de corrido le había hecho casi desvanecer. Su alma la sentía pendiente de un hilo. Eran tan infinitas las formas de reacción de la muchacha que Natalio sentía casi salir su corazón del pecho. Aun así, gallardo (o así creyéndolo) entro de nuevo a la habitación. Ella estaba recostada meditando.

-No se quien soy, como me llamo, de donde vengo, es todo tan confuso, me siento vacía, inconforme, no se nada. No lo se-. Puso sus manos en su cara y sollozo levemente. inhalo con profundidad, como queriendo tomar fuerzas del aire y acepto sin mas y casi resignada la opción de Natalio: Se quedaría ahí el fin de semana.

Natalio, acostumbrado a su vida lenta y miminizada se sentía avanzar a miles de kilómetros por hora. Era un ajetreo constante de emociones y ansiedad. Jamás se imaginaba algo así en su monocromática vida y realmente le asustaba el saber que no tendría opción. Podría ser el fin de semana mas largo de toda su existencia. Pero había que seguir adelante el plan C que jamás contemplo.

domingo, 25 de marzo de 2012

Luces de aseveración. II Parte


Era pues un fin de semana como tal. Un domingo de baños de sol. Entre sombras de pingüicas y algodoneros de cartón. Natalio era un hombre de recuerdos. A cada tanto le embargaba una nostalgia perdida, ya sea viendo a una hormiga caminar que le recordaba a otra hormiga igual que vio cuando niño o un cilindrero que le hacia voltear hacia mas atrás, a recordar a otro cilindrero, que por azares de la permanencia era el mismo cilindrero pero mas joven. Estos escapes temporales curiosamente le hacían pasar mas rápido el tiempo que estaba viviendo. Y entre tiempo y tiempo, enramadas de olvidos y destellos fulminantes mnemósidantes recordaba a su más presente y antiguo amor puro y duro: Cata.

Si nos vamos a la versión platónica que de ella tendría Natalio, Cata, Catika o Catarina era la mujer más bella que pudo haber pisado la tierra de la que se componía este sórdido país. Una mirada profunda pero compasiva. Cabellos azabaches como la brea. Unos pechos firmes y tímidos. Piernas largas como su cariño y un amor tan penetrante como su fino olor a cera. Nieta de una expendedora de veladoras y estudiante ya de secundaria Cata conoció a Natalio así nomás, sin tanto drama. Con la indiferencia de los buenos días, de esos que se decían cuando las ciudades eran medianas. De la costumbre nació la pesadumbre. Esa que da al no tener el valor de declararle el amor que sentía por el, Cata empezó. Moria por Natalio. Y Natalio moría de pulmonía. De un chaparrón traicionero que lo había sorprendido cuando repartía leche en una madrugada. Cata rogaba que siguiera enfermo, pero no con mucho ahínco, no fuera que muriera completo. Ella lo cuidaba, estaba cerca de el. Y pensaba que como amor, o agradecimiento se fijaría en ella. Eran ya unos adolescentes, y como en esa región la vida no quería llamar mucho la atención sucedió lo factible. Enamoramiento de dos. Todo normal: casamiento. Luna de miel. Y hogar. Frugal pero maziso.

El hogar era dorado. El sol lo golpeaba de frente por las mañanas y las cortinas serian amarillas. Calido y afable. En toda la inmensidad del departamentito se desbordaba una atmósfera kish de souvenirs y proyectos. Donde muebles perpetuos de sobriedad imponderable y precios de remate encarnaban el amor entre aquellos dos. Las vicisitudes de una ciudad crecida quedaban mas en segundo plano; lo importante es que ellos estaban ahí. Viviéndose. A cada instante, a cada huida. Pero. No era un amor eso asi, de pasiones descarnadas ni arrebatamientos impulsivos. Más bien era un romance tranquilo, de pasividad paternal. Los días lentos eran para ellos normales, casi nostálgicos. Como una vieja fotografía blanco y negro con un fondo nublado. Las manos jamás dejaron de sudarles al caminar por los parques aledaños. Y esos besos que de cuando en cuando se regalaban tenían también siempre la misma temblorina en la coyuntura de los labios. Cual si fuera la primera vez. Todo era primera vez para ellos. Si algún bohemio hubiera conocido a esa pareja los hubiera nombrado el amor perfecto. La declaración más fidedigna de la clásica narración del enamoramiento. Ese amor que no se gasta ni se puede compartir. Encerrado para siempre en el círculo vicioso del que dependían aquellos dos: Cata y Natalio.

Pero. Nada es para siempre. Y ellos no eran nada. Lo eran todo. El principio del confuso fin se dio cuando de sorpresa Cata anunciaba a su marido que un nuevo miembro llegaría a su vida. Era un pequeño que transformaba a la pareja en una autentica familia. El futuro padre y la futura madre sellaron el círculo con un calido abrazo lleno de satisfacción y orgullo. Eran moderadamente más felices. Los meses siguientes corrieron con naturalidad, habíanse ya enterado que serian una niña, su primogénita. Poniéndole por nombre Esperanza. Personificando así el porvenir que sentían para con ellos y su nena. Pero… entre toda la luz que se cernía sobre la pequeña familia, una nube llego para turbar el milimétrico mundo al que se habían habituado esos dos. Y es que la madre de Cata, una madre muy alejada de su hija, convalecía en su pueblo natal. Obligando a esta a ir a ese terruño casi olvidado, pues desde muy pequeña, su abuela, la expendedora de veladoras había velado por ella nada más. Mientras su madre, incógnita y licenciosa se quedaba en el pueblo sin el más mínimo interés en su pequeña hija. Aun así. Cata, mujer de principios nobles y obligaciones ancestrales acudió al llamado de su moribunda madre para estar con ella en los que suponía eran sus últimos instantes.

El viaje no la alejaría más de dos semanas de Natalio, este. Quedábase trabajando en la ciudad mientras su mujer se ausentaba. La despedida en la terminal fue sobria a la luz pero imponente en sus adentros. El abrazo se prolongaba mientras el camión ya calentaba motores para partir a aquel pueblo del que Cata apenas y recordaba su nombre: Santa Montes. Lugar escondido entre sierra y sierra. Subiendo al camión, y con una mirada cariñosa Cata se despedía por un tiempo de su gran amor. Y Natalio, respirando el humo del escape sin dejar de ver la ventana de su esposa empezaba a contar los segundos para su regreso inminente. Las semanas pasaron, una o dos cartas había ya recibido Natalio desde Santa Montes, su suegra aun no moría. Más bien pareciere haber retomado la salud. Cata contaba como había hecho las paces con ella y de cómo se sentía rejuvenecida por aquellos verdes lares que casi olvidaba. Natalio leía con beneplácito las misivas, y pensaba lo bien que le sentaría a su bebe un poco de aire fresco y ambiente de familia. Pero, poco a poco, la sonrisa satisfactoria de Natalio se fue borrando. Se le agitaba un poco más el corazón, y miraba con desesperanza el buzón del correo. Pasaban ya dos semanas desde la última carta y no tenia noticias ya de su querida esposa. Resuelto, acudió a pedir información sobre los viajes al pueblo aquel, pensaba en ir a buscarla el mismo. No había más que hacer. Simplemente, pedir un permiso en el trabajo, montarse en un camión y reencontrarse con su mujer.

El no se movía por el mundo, el mundo se movía bajo sus pies. Eso era lo que sentía al recibir la noticia de la catástrofe que había asolado al pequeño pueblo natal de su mujer. Y de la fortuna que habían corrido los habitantes de aquellos parajes. Un potente ciclón había arrasado con todo el lugar, mermando a los pobladores y desapareciendo a muchos tantos. Le informaron que era muy difícil el acceso y que era muy probable que jamás se diera con el paradero de su esposa así como de muchos más. Natalio observaba a su interlocutor, estático, respirando con toda normalidad. Con un asentamiento de cabeza partió a su casa. Abrió la puerta, suspiro hondo, se encogió de brazos y entre abrió la cortina. Parado ahí, tras la ventana se quedo observando la calle, esperando. Su mujer regresaría, el lo sabia. Es mas, llegaría con su hija en brazos. Y el, estaría listo para recibirlas.

Jamás sucedió, su mujer e hija jamás volvieron. Y el las siguió esperando. Incluso, esa misma mañana, antes de salir al parque, espero un rato de nuevo para ver a su esposa e hija, que ya tendría la edad de su madre al partir a Santa Montes. Pero nada sucedió, la misma cortina dorada que recibía al sol cada mañana, le daba un golpe mas al corazón ya mas tibio de Natalio.

Natalio cerraba este recuento del principio (más no fin) de su amor por Cata con un hondo suspiro. Ciertamente era una herida que jamás cerraría, más bien era un miembro cercenado que así quedaba. Vuelto a la realidad, se vio en el mismo parque de sol, en una vieja banca sombrero en mano con los ojos entrecerrados y el corazón estrechado. Era la hora de volver al departamento de su vida. Donde los recuerdos y muebles seguían allí intactos. Un perfecto mausoleo a la soledad. Y que el, o más bien las circunstancias habían decidido dejarlo tal cual. Era su mundo, su cosmovisión personal de la que se componía su vida.

lunes, 19 de marzo de 2012


Primera parte de un cuento nuevo. Sobre las pequeñas sorpresas en la vida.



Luces de aseveración

Se juraba para si que no había visto el semáforo en rojo. “Estaba en verde” repetía. Pero ni el hipotético color verde brillante que creyó ver, ni los frenos de su auto, ni el apretón de dientes en el trayecto, le podían quitar ya el dolor angustiante al motociclista atropellado. Ahí, junto al arrollo. Con una pierna fracturada y raspones escarlata el joven convalecía ante los paramédicos que le auxiliaban y con palabras de aliento querían apaciguar su dolor. Auch. Y se cierran las puertas de la ambulancia. Y el policía vial realiza el papeleo y peritaje corriente. Y el causante del accidente ahí esta parado, esperando. Es un hombre honrado, la estampa se le ve. No hubo intento de fuga, no hubo idea de soborno. El policía lo ve con ojos tranquilos. El esta nervioso, y nada mas. Inútil alegar el espectro del semáforo al momento del accidente. Las cámaras lo dicen todo; acepta la derrota. Sus ojos le mintieron, su mente le mintió. Aun así. La delegación: multa, firma. Visita al hospital. Una orden para un examen de la vista. No es la primera vez de un accidente, y esta vez tampoco fue fatal. Pero, esta es la última vez. Examen de la vista, carnet de conducir autorizado. El auto enciende. En los primeros metros, en los días subsiguientes de un accidente todo va a marcha lenta. Con los ojos en alerta y en cada señal de transito una reprimenda. Nunca se quiso imaginar con anteojos. Y menos de esos tan grandes. Siempre creyó que los anteojos eran para gente cegatona y para los inteligentes. Y él sabía bien que no era muy inteligente. Salvo para darse cuenta en que lugar quedaba dentro de la frase que se había creado: Cegaton.

La oficina no era de bromas. Era de esas oficinas tranquilas con un aire sepia que se respira hasta el cansancio. Los pasos resonaban con eco en el piso. Los cubículos parecían separados por años luz de distancia. Si había saludos, y saludos sinceros. No había razón para vicisitudes en ese pulcro edificio setentero donde se albergaban las oficinas del Sistema Nacional para la Ancianidad. La antesala al más allá se presentía en cada rescoldo. En cada noción. Tap tap tap. Caminaban el par de zapatos entre cada mosaico. La oficina: Bonita, milimétricamente ordenada. Papeles, papeles y papeles, y plumas a veces. Se veían más sellos. Menos trabajo, más agilidad. Ahí en su trono. Natalio escuchaba con placer el chirrido que hacia su cómodo sillón al ir dejándose caer hacia atrás. Nunca de un solo golpe, era precavido, muy precavido. Siempre tenía la sensación de una caída inminente. ¡Cuánto ruido caray! Hasta alguien podría voltear a buscar el origen del zarpazo. Y de paso mirar sus anteojos. No, mejor no pensar en eso. Son cosas fuera del alcance. Y lo que esta fuera del alcance de uno aterra. Natalio se recargo conciso, atento. El reloj aun marca temprano. A trabajar.

Tic tac. Tic tac. El sonido no se escucha dentro de la oficina, pero el lo tiene presente. Un apaciguador metódico para la amortiguación del trabajo. Un hilo de soporte al mundo exterior. Los newtons liberados entre cada papel sellado habian estado mermando en su vista y en el dolo de su brazo. El último tic tac en su cabeza suena y se prepara a salir. Toma los anteojos y sale victorioso de un día más de trabajo. Viernes en la tarde noche. Un excitante fin de semana le espera, y el no puede esperar.

Los parámetros sobre el gozo de un fin de semana son muy misteriosos. Metido dentro de un traje sastre a cuadros Natalio recorre un sábado en la noche terrazas y pistas de baile moderado. Algo así entre las discotecas de la juventud y los bailes de la tercera edad. Natalio aun esta en la segunda, y piensa quedarse así un tiempo. A lo largo de su vida, habrían desfilado ante el algún amor incierto motivado entre colillas de cigarro y fondos de botella. Natural. Nada tan grave como se oye, simplemente personas que como el, no quieren dar prisa a la vida, y ni que la vida les de sus prisas. Algunas mucamas de hotel, madres solteras emprendedoras, maestras escolares y hasta alguna ama de casa despechada. Arremolinando la vida de dos caras junto con el deslumbre de letreros de neon donde casi siempre una letra falla y parpadea. Dando un toque bipersonal a los pasos que juntos daban entre las aceras mas sucias que bonitas. Pero más justas que sucias. Hacia ya tiempo que Natalio divagaba en soledad, no una soledad de tristezas. Una soledad espectadora que de todo da un disfrute. Con una sonrisa amable y hasta sicótica acompañándolo siempre, este bailoteaba de acá y allá en todo lugar donde se precipitara fiesta. La vida era una fiesta, y podría haber sido en un congal de lujo, o en la banca de un parque un domingo en la mañana libre de resaca. No había nada por que correr. Los pasos se sentían como caminar en la luna. Como frente a un león dormido...