Hacia tantísimos años desde aquella
primera vez, entre cojoneos y vergüenzas había emprendido esa búsqueda por la
estabilidad. ¿Estabilidad? De alma, de piernas, de cuerpo de vida. Esa inmiscuyente
palabra que promete mucho y ofrece nada. El sonar de las monedas sacaban
aquellas chispas fulgurantes que mostraban ese camino demarcado entre los automóviles
y el color amarillo despido de las rayas en el pavimento. Hacia tantísimos años
donde las monedas habíase convertido ocasionalmente en esos billetitos
discretos, bien dobladitos y guardados bajo una loza que estaba a su vez bajo
el par de ladrillos que conformaban una
cama pirata, con pata de tabique en vez de pata de palo. Ahí, celosamente entre
ese papelero valor moneda se formaba sutilmente la nueva rodilla de aquel cojo
solitario. Entre aquellos polímeros se entrelazaban las nuevas células que conformarían
ese andar más a prisa, mas campechano y audaz. Ya no lo verían entre los autos,
no. Lo verían saltando sobre de ellos, tomando impulso para saludar ya a aquellos compañeros de viento. Para que
tener auto si tenemos las piernas, y para que queremos las piernas más que para
alcanzar los sueños. Así se quedaba mientras entre sus manos como agua
milagrosa de Massabielle corrían las monedas de la jornada. Olvidándose hasta
de su rodilla mal posicionada, ya se veía. Un moderno Eucles corriendo entre
aquel asfalto abrasivo, era su elemento, y hasta descalzo avisaría sobre su
nueva vida, entre el estío y la humareda. Nada lo detendría. La noche lo
abrazaba y el y su dinero caían rendidos para un nuevo día. A soñar que se
sueña.
Un
cielo nublado, regalo del suelo. Un vientecillo amistoso y un aglomeramiento de
autos. Los toldos se bifurcaban entre lontananza y el. Un andar tranquilo ante
la escandalera. La mano extendida, una cara seria y un dolor en las piernas. La
sinceridad de sus laceraciones y el clima de regocijo lo llenaban de futuro. Una
moneda aparecía por acá, otra por allá, la bolsa se apiñaba, la jornada acabaría
temprano. Ahora si, no le molestaba la lentitud <pasa mundo, al rato te
alcanzo>.
Era
bueno para contar. Siempre lo había sido. Sabia en números los momentos felices
en su existir, tenia en cuenta ordenadamente aquellos días sin preocupación. También
las horas entre la dicha y el abandono. Contaba de todo, no contaba con nadie.
Contaba solo. Contaba su vida. Contaba sus cosas, cantaba a las horas y oraba a
las cuentas. Así que entre su dinero y el se contaban los tiempos. Y contaba
con aquel día, de dejar de contar y empezar a correr. Y sin querer, no contó
con llegar.
Veía
el número de las cuentas, y miraba también el precio de la operación.
Desarrolló la operación para reafirmar su cuenta. El dinero no mentía, y los números
tampoco. Había llegado el culmen. En añales desperdigados se mostraba una temerosa
puerta ante el, y con la llave en forma de papel moneda en su mano se quedo ahí
sentado. En su pequeña casa, de aquel pequeño mundo. El anhelo esta de miedo
cuando se materializa. Somos felices cuando miramos lo imposible. Somos imposibles
al vernos con la felicidad. Pero nada tan exacto como los números, adiós a la psicología
barata. Si quería aquel sendero, los números y su exactitud se lo mostraban. La
operación estaba al alcance de su mano, de su rodilla mejor.
El
doctor era de fiar, le fiaba a el su futuro. Que lo veía presente, ahí, en la
cama de al lado. También con una mascarilla de oxigeno y anhelando el porvenir.
Todo pasó en flashazos. El había volado, caído, volado de nuevo, recostado y
luego...la gravedad. Gravedad exacta, de la que jala, no de la que mata. Tuvo
sus visitas, claro. En la cama recostado y anestesiado recibió a su madre, a su
padre. A su esposita. Todos tenían rodillas y estaban joviales. El sonreía, contándoles
de las monedas, de la redondez de su vida. Ellos, oníricos lo escuchaban. Las lágrimas
en aquel recuerdo saltaban y se adherían a la sabana blanca de la cama. Llego Sansón,
aquel perrito que un día se fue cuando niño, subió en su lecho. Durmió la
siesta, se despertó, le lamio y se fue, en una nube. Todos se fueron y el vio
la luz. Toco tierra y se vio de nuevo junto al doctor. La realidad era que tenía
rodilla de repuesto. Un éxito la operación, no podía pedir más. Una rodilla resplandecía
y le habían visitado sus muertitos, los que si le cumplieron. A recuperarse.
Aun
caminaba sesgado, acostumbrado su paso al desnivel de su propio piso debía adaptarse.
En cada paso esperaba el punzón de dolor de una rodilla sin engrasar. Ya no,
era solo un taconeo en el concreto y un alivio ante el nulo ardor. Quiso
correr. No pudo. No era su rodilla lo que le impedía, era todo el. No fue tan
grave el desconsuelo. Uno se propone muchas cosas por que tal vez no las piensa
tan en serio, así que con el caminado sin dolor le bastaba. Y feliz, recorría la
ciudad. Daba los buenos días a personas que no contestaban, esperaba con esmero
al semáforo peatonal y su singular pitido. Aquellos parques tan pausados ya se veían
en esplendor, a la carrera. Pero con ahincó. Algunos días de recuperación completa.
Y de nuevo a la jornada laboral.
* * *
Nunca
se hubiera imaginado tan así en aquella situación. Era una fría mañana, muy
fresca para aquellos parajes. El sol, se asomaba apático entre una bruma tenue.
El aire se respiraba en diesel y caucho veloz. Las líneas peatonales habían sido
repintadas, aquel siervo de la nación inmutable había sido pulido. Las plantas en
el camellón presentaban un verde vivo inusual. El estaba ahí, sus pasos lo habían
traído casi sin darse cuenta, con aquella inercia. Ya no sentía tanta vida
desde que aquel piquete en su rodilla a cada paso había desaparecido. Aquella
mañana se levanto, sin escuchar tronidos ni un <¡ay!>
saliendo de su boca. Simplemente fue el levante falaz. Una taza de café cargado,
algún bolillo blando entre durezas y la puerta azotando tras de el. En un
pestañeo y sin caer en cuenta estaba parado en su zona de trabajo. En aquel
crucero que le había suministrado sus anhelos y recuerdos por llegar a algún lugar.
Nostálgico recordaba que el lugar a donde llegar ya había pasado y parado ante
la fila de autos que casi le invitaba a trajinar entre ellos, a rejonear como
siempre le había gustado, pero no sabia que hacer. Ya no.
Dio
el primer paso, bajó la guarnición relumbrantemente amarilla y sintió un abismo
hasta tocar el suelo. Camino vacilante, como cuando cojeaba, pero ahora solo
cojeaba su alma, su porvenir. Se fue acercando a los autos. La necedad del
color ámbar no se presentaba aun. Ese color ámbar que se toma por un“siga”y
no como una precaución. Esa necedad de querer pasar y no esperar el rojo. Esa
necedad de soñar, de no quedarse esperando otro rato mas en ese mismo lugar. No, no estaba aun. Pero el, sentía
que ese ámbar era el, había sido siempre la necedad andando (¡Cojeando!).
Siguió
su camino. El rojo ahora detenía los
sueños y el tiempo, el momento propicio para comenzar su jornada. De su voz
estertosa salió aquel grito de guerra que entre los años lo acompaño, cómplice
de sus carencias: “Una ayuda para la rehabilitación de mi...”Y ahí se detuvo.
El tiempo se detuvo. El, ante aquella ventana, del primer auto del día no supo más
que decir. Y realmente no tenía que decir ya. Su mano que adelantándose se había
expandido para recibir las monedas preciadas cayo de súbito. Igual que sus
fuerzas y su voluntad. Volvió sobre sus pasos, en busca de aquella festiva guarnición.
El verde invadió el ambiente y todas las maquinas pasaron a tropel ante y tras
el. Aquella figura del transitado crucero caminaba amainada entre el resoplar
de claxon y rugidos industriales. Su semblante denotaba confusión, miedo,
angustia. Su paso era impecable, nada le dolía, mas que su existir. Fue en
busca de un refugio. Y un ancho camellón le dio el cobijo necesario. Ahí, se recostó
ante el eco de una ciudad despierta, invoco un noble sueño y durmió hasta el
anochecer.
Un
nublazón amarillo recubría como techo dinámico a la ciudad. Abrió los ojos y
recobro la confusión. El crucero estaba tranquilo, como pocas veces lo había visto.
A esas horas noctambulas el ya debía de haber estado dormido como siempre. Era
hermoso, brillante. Las farolas iluminaban frescas aquel camino por demás conocido,
transitado. La oscuridad del asfalto le sobrecogía, los tímidos focos de los
pocos autos que se presentaban le teñían nostálgica la mirada. Su crucerito,
como nunca lo había visto. Y que tal vez, gracias a su rodilla recompuesta jamás
lo tendría que volver a ver. Ahí se quedo, inmóvil, respirando otro olor
distinto, a flores, a ramas, a arboles. ¿Que hacer ya cuando se ha hecho lo
anhelado?, ¿por que caminos lo llevaría su nueva rodilla? ¿Con que cruceros tendría
que lidiar de nuevo? Que miedo, que horror, ya no quería. Era mentira la
rodilla, era mentira aquel dolor, aquella era su vida, no su rotula o sus
ligamentos. Temblaba y no de frio, sollozaba. ¡Que miedo del futuro, que anhelo
del pasado y que absurdo su presente! Camino con rumbo, con rumbo a no saber.
Era madrugada, la hora donde nada hay que saber, caminó y caminó. Se palpaba su
rodilla, la golpeaba, la llamaba. Que haría sin ella y donde estaría ahora. Seguía
en un camellón, donde descansaban los restos de un viejo acueducto ya olvidado
por el tiempo. Todo volvería a ser igual, subió a las viejas ruinas con una
agilidad que le sorprendió. Todo volvería a ser igual. Palpo su nueva rodilla,
se toco la otra, la antigua. Todo volvería a ser igual. Abajo, una piedra
grande sobresalía rodeada por algunos arbustos. Todo volvería a ser igual. Tomo
impulso y saltó, de rodillas, anteponiendo más la rodilla vieja. Un tronido
como de una rotula quebrándose contra una roca grande rodeada de arbustos se
escucho entre la noche. El caía sucumbido por el dolor y la dicha. Su rodilla
sollozaba destrozada mientras el se decía <Todo volverá a ser igual>.
Fin