miércoles, 17 de octubre de 2012

La alcoba del tercer piso



Todo comenzó cuando alguien dejo la ventana abierta. Cuando un viento estival se coló imprudente, catártico. Donde por tanto tiempo, entre pulcros ornamentos y los decimonónicos muebles, todo habíase presentado común. Inexpugnable.                             
La tenue luz vespertina a través del cristal apenas y arremetía con el blanco alfeizar. Este, librado de ese polvo molesto que a cada tanto le retaba permanecía inmute. Las cortinas sepias, estáticas, casi monolíticas habían olvidado hace mucho el vaivén al compás del noto. Habían olvidado ese baile agraciado, a capricho del clima circundante, Ya no, hoy solo caían sin gracia, como estalactita centinela haciéndole guardia a la libertad veraniega. Y no mas.
Todo comenzó cuando alguien dejo abierta la ventana, cuando el tapiz grisáceo conformado por una parra ceniza sobrevolado por pichonas resignadas. Volando en formación afable, todas rumbo al techo desconocido.
Todo comenzó cuando el viento estival rozo las espalda de todas y cada una de aquellas criaturas. Todas lo sintieron, nadie vacilo, siguieron todas su viaje habitual.
Todo comenzó cuando el alfeizar impecable despidió aquella luz solar, influenciada por la brisa impertinente. Una de las pequeñas aves recibió el llamado, una criaturita olvido la parra, el techo. ¡Salió del encuadre! sin despedirse, bailo con las cortinas, respiro la libertad. Cruzo el umbral, se despidió del alfeizar y emprendió la huida, desde aquel tercer piso.

martes, 9 de octubre de 2012

La necedad del color ámbar (parte 2 final)



Hacia tantísimos años desde aquella primera vez, entre cojoneos y vergüenzas había emprendido esa búsqueda por la estabilidad. ¿Estabilidad? De alma, de piernas, de cuerpo de vida. Esa inmiscuyente palabra que promete mucho y ofrece nada. El sonar de las monedas sacaban aquellas chispas fulgurantes que mostraban ese camino demarcado entre los automóviles y el color amarillo despido de las rayas en el pavimento. Hacia tantísimos años donde las monedas habíase convertido ocasionalmente en esos billetitos discretos, bien dobladitos y guardados bajo una loza que estaba a su vez bajo el  par de ladrillos que conformaban una cama pirata, con pata de tabique en vez de pata de palo. Ahí, celosamente entre ese papelero valor moneda se formaba sutilmente la nueva rodilla de aquel cojo solitario. Entre aquellos polímeros se entrelazaban las nuevas células que conformarían ese andar más a prisa, mas campechano y audaz. Ya no lo verían entre los autos, no. Lo verían saltando sobre de ellos, tomando impulso para saludar  ya a aquellos compañeros de viento. Para que tener auto si tenemos las piernas, y para que queremos las piernas más que para alcanzar los sueños. Así se quedaba mientras entre sus manos como agua milagrosa de Massabielle corrían las monedas de la jornada. Olvidándose hasta de su rodilla mal posicionada, ya se veía. Un moderno Eucles corriendo entre aquel asfalto abrasivo, era su elemento, y hasta descalzo avisaría sobre su nueva vida, entre el estío y la humareda. Nada lo detendría. La noche lo abrazaba y el y su dinero caían rendidos para un nuevo día. A soñar que se sueña.
            Un cielo nublado, regalo del suelo. Un vientecillo amistoso y un aglomeramiento de autos. Los toldos se bifurcaban entre lontananza y el. Un andar tranquilo ante la escandalera. La mano extendida, una cara seria y un dolor en las piernas. La sinceridad de sus laceraciones y el clima de regocijo lo llenaban de futuro. Una moneda aparecía por acá, otra por allá, la bolsa se apiñaba, la jornada acabaría temprano. Ahora si, no le molestaba la lentitud <pasa mundo, al rato te alcanzo>.
            Era bueno para contar. Siempre lo había sido. Sabia en números los momentos felices en su existir, tenia en cuenta ordenadamente aquellos días sin preocupación. También las horas entre la dicha y el abandono. Contaba de todo, no contaba con nadie. Contaba solo. Contaba su vida. Contaba sus cosas, cantaba a las horas y oraba a las cuentas. Así que entre su dinero y el se contaban los tiempos. Y contaba con aquel día, de dejar de contar y empezar a correr. Y sin querer, no contó con llegar.
            Veía el número de las cuentas, y miraba también el precio de la operación. Desarrolló la operación para reafirmar su cuenta. El dinero no mentía, y los números tampoco. Había llegado el culmen. En añales desperdigados se mostraba una temerosa puerta ante el, y con la llave en forma de papel moneda en su mano se quedo ahí sentado. En su pequeña casa, de aquel pequeño mundo. El anhelo esta de miedo cuando se materializa. Somos felices cuando miramos lo imposible. Somos imposibles al vernos con la felicidad. Pero nada tan exacto como los números, adiós a la psicología barata. Si quería aquel sendero, los números y su exactitud se lo mostraban. La operación estaba al alcance de su mano, de su rodilla mejor.

            El doctor era de fiar, le fiaba a el su futuro. Que lo veía presente, ahí, en la cama de al lado. También con una mascarilla de oxigeno y anhelando el porvenir. Todo pasó en flashazos. El había volado, caído, volado de nuevo, recostado y luego...la gravedad. Gravedad exacta, de la que jala, no de la que mata. Tuvo sus visitas, claro. En la cama recostado y anestesiado recibió a su madre, a su padre. A su esposita. Todos tenían rodillas y estaban joviales. El sonreía, contándoles de las monedas, de la redondez de su vida. Ellos, oníricos lo escuchaban. Las lágrimas en aquel recuerdo saltaban y se adherían a la sabana blanca de la cama. Llego Sansón, aquel perrito que un día se fue cuando niño, subió en su lecho. Durmió la siesta, se despertó, le lamio y se fue, en una nube. Todos se fueron y el vio la luz. Toco tierra y se vio de nuevo junto al doctor. La realidad era que tenía rodilla de repuesto. Un éxito la operación, no podía pedir más. Una rodilla resplandecía y le habían visitado sus muertitos, los que si le cumplieron. A recuperarse.
            Aun caminaba sesgado, acostumbrado su paso al desnivel de su propio piso debía adaptarse. En cada paso esperaba el punzón de dolor de una rodilla sin engrasar. Ya no, era solo un taconeo en el concreto y un alivio ante el nulo ardor. Quiso correr. No pudo. No era su rodilla lo que le impedía, era todo el. No fue tan grave el desconsuelo. Uno se propone muchas cosas por que tal vez no las piensa tan en serio, así que con el caminado sin dolor le bastaba. Y feliz, recorría la ciudad. Daba los buenos días a personas que no contestaban, esperaba con esmero al semáforo peatonal y su singular pitido. Aquellos parques tan pausados ya se veían en esplendor, a la carrera. Pero con ahincó. Algunos días de recuperación completa. Y de nuevo a la jornada laboral.

*  *  *
            Nunca se hubiera imaginado tan así en aquella situación. Era una fría mañana, muy fresca para aquellos parajes. El sol, se asomaba apático entre una bruma tenue. El aire se respiraba en diesel y caucho veloz. Las líneas peatonales habían sido repintadas, aquel siervo de la nación inmutable había sido pulido. Las plantas en el camellón presentaban un verde vivo inusual. El estaba ahí, sus pasos lo habían traído casi sin darse cuenta, con aquella inercia. Ya no sentía tanta vida desde que aquel piquete en su rodilla a cada paso había desaparecido. Aquella mañana se levanto, sin escuchar tronidos ni un <¡ay!> saliendo de su boca. Simplemente fue el levante falaz. Una taza de café cargado, algún bolillo blando entre durezas y la puerta azotando tras de el. En un pestañeo y sin caer en cuenta estaba parado en su zona de trabajo. En aquel crucero que le había suministrado sus anhelos y recuerdos por llegar a algún lugar. Nostálgico recordaba que el lugar a donde llegar ya había pasado y parado ante la fila de autos que casi le invitaba a trajinar entre ellos, a rejonear como siempre le había gustado, pero no sabia que hacer. Ya no.
            Dio el primer paso, bajó la guarnición relumbrantemente amarilla y sintió un abismo hasta tocar el suelo. Camino vacilante, como cuando cojeaba, pero ahora solo cojeaba su alma, su porvenir. Se fue acercando a los autos. La necedad del color ámbar no se presentaba aun. Ese color ámbar que se toma por unsigay no como una precaución. Esa necedad de querer pasar y no esperar el rojo. Esa necedad de soñar, de no quedarse esperando otro rato mas en ese  mismo lugar. No, no estaba aun. Pero el, sentía que ese ámbar era el, había sido siempre la necedad andando (¡Cojeando!).
            Siguió su camino. El rojo  ahora detenía los sueños y el tiempo, el momento propicio para comenzar su jornada. De su voz estertosa salió aquel grito de guerra que entre los años lo acompaño, cómplice de sus carencias: Una ayuda para la rehabilitación de mi...Y ahí se detuvo. El tiempo se detuvo. El, ante aquella ventana, del primer auto del día no supo más que decir. Y realmente no tenía que decir ya. Su mano que adelantándose se había expandido para recibir las monedas preciadas cayo de súbito. Igual que sus fuerzas y su voluntad. Volvió sobre sus pasos, en busca de aquella festiva guarnición. El verde invadió el ambiente y todas las maquinas pasaron a tropel ante y tras el. Aquella figura del transitado crucero caminaba amainada entre el resoplar de claxon y rugidos industriales. Su semblante denotaba confusión, miedo, angustia. Su paso era impecable, nada le dolía, mas que su existir. Fue en busca de un refugio. Y un ancho camellón le dio el cobijo necesario. Ahí, se recostó ante el eco de una ciudad despierta, invoco un noble sueño y durmió hasta el anochecer.
            Un nublazón amarillo recubría como techo dinámico a la ciudad. Abrió los ojos y recobro la confusión. El crucero estaba tranquilo, como pocas veces lo había visto. A esas horas noctambulas el ya debía de haber estado dormido como siempre. Era hermoso, brillante. Las farolas iluminaban frescas aquel camino por demás conocido, transitado. La oscuridad del asfalto le sobrecogía, los tímidos focos de los pocos autos que se presentaban le teñían nostálgica la mirada. Su crucerito, como nunca lo había visto. Y que tal vez, gracias a su rodilla recompuesta jamás lo tendría que volver a ver. Ahí se quedo, inmóvil, respirando otro olor distinto, a flores, a ramas, a arboles. ¿Que hacer ya cuando se ha hecho lo anhelado?, ¿por que caminos lo llevaría su nueva rodilla? ¿Con que cruceros tendría que lidiar de nuevo? Que miedo, que horror, ya no quería. Era mentira la rodilla, era mentira aquel dolor, aquella era su vida, no su rotula o sus ligamentos. Temblaba y no de frio, sollozaba. ¡Que miedo del futuro, que anhelo del pasado y que absurdo su presente! Camino con rumbo, con rumbo a no saber. Era madrugada, la hora donde nada hay que saber, caminó y caminó. Se palpaba su rodilla, la golpeaba, la llamaba. Que haría sin ella y donde estaría ahora. Seguía en un camellón, donde descansaban los restos de un viejo acueducto ya olvidado por el tiempo. Todo volvería a ser igual, subió a las viejas ruinas con una agilidad que le sorprendió. Todo volvería a ser igual. Palpo su nueva rodilla, se toco la otra, la antigua. Todo volvería a ser igual. Abajo, una piedra grande sobresalía rodeada por algunos arbustos. Todo volvería a ser igual. Tomo impulso y saltó, de rodillas, anteponiendo más la rodilla vieja. Un tronido como de una rotula quebrándose contra una roca grande rodeada de arbustos se escucho entre la noche. El caía sucumbido por el dolor y la dicha. Su rodilla sollozaba destrozada mientras el se decía <Todo volverá a ser igual>.

Fin