Estático a la merced inclemente
de los elementos (Pero con inescrutable firmeza). Brisas matutinas,
vespertinas, nocturnas, suaves, apenas trastocándolo. Chorros potentes,
poderosos, matutinos, vespertinos, nocturnos y fuertes, cubriéndolo todo con
aquella luz dorada tornasolada. ¡Ah! de aquel fiel servidor, al que no pocas
veces recurrimos. Aquel inmute soldado de diez mil batallas que con humildad
soberbia nos auxilia, como última bebida en un desierto lustrado, como aquel
bastión inmutable donde hemos de descargar hasta el último rescoldo, de nuestro
más profundo ser, entre albricias y juramentos, suspiros y ensimismamientos.
Eres tú, otrora figura plateada, reflejante justo de un temple tranquilo, al
encontrarte al fin, de entre la maraña digestiva y vernos un poco, entre el
sarro y barro de tu estampa como nuestros ojos se iluminan al verte aparecer.
Eres tú, al que hemos visto a
veces, no sabemos cada cuánto. Nuevo nuevamente, sin sarro y barro, con tu
cristal de nuevo, reflejando bien mil rostros, mil alivios y cariños. Eres
tú, amigo mío, tan jovial, después de un
gran baño de vinagre de manzana, seguido de un suave masaje con una tela fina,
volviendo a ver tu gallarda lucidez (Y tu servicial humildad). Ahí, siempre a
primera vista, y con una seña de despedida al partir. Eres tú, Fluxómetro de mi
alma, tan amado y tan temido. Has de llevar sobre ti, el sello de infinidad de
calzado, has de saborear cada marca estampada en la suela de un pisar eterno,
has de sentir los más hondos apuros, o los más suaves susurros (nunca mejor
dicho) de aquellos que te buscan sin nombrarte, porque, también has de colgarte
la presea del anonimato, nunca has de alcanzar las letras de oro de algún
Aquiles, u otro Sargón, más bien, que tu premio sea el de servir y escuchar. Callar
y recibir. ¿Cuántos secretos no tendrás, dentro de tu embolo para nosotros,
para la posteridad, amigo Fluxómetro?
¿Qué tanto peso habrás de
soportar? Allí, el mismo Atlas podría tomar posición. Y tu constitución, apenas
sintiéndolo cobijaría su peso. Tú, maquila echa para la calma, donde pastillas
o brebajes hacen efecto nulo en tu campo de acción. Eres tú el final de una
carrera interminable, la visión que todos quieren encontrar, un amigo a quien
podremos confiar. Amigo Fluxómetro, anónimo sin antifaz, héroe sin insignia,
confidente sin escuchar.
No diré “te dejo”, porque voy atado a ti. Mejor
no digo nada, que ya es suficiente cuando hablo cada vez que voy a verte. Y si
todos hablaríamos con todos, a como lo hacemos contigo, mejor mundo este sería,
sin complejos ni incompletos.
* * * * * * * * * * * * * *
Escarlata
Ese color escarlata siempre le
había parecido de mucho respeto, sobrio y alerta a la vez, con toques de un
estilo nostálgico pero chispeante, abrazador. Ese olor tan peculiar y el sonido
tibio que emanaba su rastro a través de las cerdas cambiando la luz reflejada
en cada superficie se volvió por muchos años su vida completa. Multicolor,
polifacética, honorable y feliz.
Aun
recordaba cuando niño, sus primeros bocetos pueriles. Los primeros mapas
trazados con sus respectivos mares y ríos. Aquellos dibujos del Pato Pascual o
los copiados de Lágrimas y Risas ya venían anunciando el camino que sus pasos
tomarían y que tanta satisfacción le darían. El talento era innato, solo era
cuestión de aprender a trabajarlo, y eso solo se aprendía mirando. Así,
encarrilado por su padre, lo llevo donde un maistro
le enseñaría el arte de hacer monos y letrotas.
De esa coloreadas y que resaltaban a la vista con colores chillantes y
llamativos. “¡A rotulear!” y es que, en
una ciudad de gran crecimiento como la suya después del milagro mexicano se necesitaran muchos letreros y cartelones
para todos los productos que se han de ofrecer, desde los que anuncian la gran
caravana Corona hasta las fondas, mueblerías y hasta los boleros. Un amplio
mercado y trabajo sin descanso.
Esos
fueron los grandes años de su vida, el trabajo ininterrumpido y honesto.
Dejando su marca a través de la ciudad y reconocido como el mejor. Lo mismo
marcaba un día en las puertas de los taxis los número de serie y su sitio que
el dibujo sensual de una vedette en cualquier burdel. Ese era su vida, su
confort. Le dio para comer, para su casa, para su modesto auto, para mantener a
su familia y vivir, si no con lujos, fue sin pasar penurias, para respirar
tranquilo. Estaba satisfecho, siempre lo estaría. Pero los años pasan, y todo
avanza con ellos, desde los hijos crecidos y casados hasta la temblorina de sus
manos que no le dejan ser el mismo de antes. Aun puede trabajar, y aun lo hace,
pero ahora trabaja menos y recuerda más, se pierde más entre esos trazos y
olores recordando todo aquello que dejó como marca en aquella metrópoli casi
irreconocible. A veces la recorre, y mira esos nuevos edificios, con sus
grandes mantas y sus letras moldeadas y compara sus dibujos, aun visibles
algunos en alguna modesta tienda de nostalgia, en algún rincón de aquella
cantina olvidada y se mira él ahí mismo, acabándose junto con el esmalte, junto
con aquella tinta sucumbiendo ante el clima, borrándose poco a poco,
honorablemente.
Se
ha perdido por un rato, siempre lo hace de un tiempo acá al estar recordando.
Deja su pincel a un lado y acomoda sus recuerdos, profundizando en el color con
el que esté trabajando. En ese rojo escarlata que tanto respeto le invoca, como
en una gruta se sumerge en él y ralentiza el tiempo para saborear cada cuadro,
cada suceso que ha marcado el devenir de los últimos años. Comienza a recordar
el principio de su cuesta abajo. Cuando su teléfono comenzó a sonar menos y
menos. Cuando los pinceles se comenzaban a endurecer y escuchaba cada vez más a
lo lejos ese “plop” de una lata al destaparla. Las calles comenzaron a
digitalizarse. Cada vez más los anuncios y carteles tenían figuras estéticas y
profundidades inverosímiles. Groseras y estériles invitaciones al consumo y al
mercachifle en igual de un llamativo y curioso dibujo artesanal, hecha con
manos y corazón y no por aparatos grises inventados para no pensar. Acartonadas
muestras de ganchos alienados y una clara idea de querer enajenar antes de
cautivar con una soberbia orden hecha de plástico antes que una invitación,
hecha con amistad. Toda la sutileza de la ayuda mutua en cuanto al mercado se
había perdido, en una muestra de avanzar
al futuro. Ya no se sabía de dónde venían aquellos dibujos, aquellas marcas,
aquellas leyendas chillantes. Solo eran parte ya de esa ciudad moderna, esa que
avanza en un tiempo muy rápido y que no se toma el tiempo para observar, solo
mirar y lo que se quedó, se quedó.
Los
pensamientos siguen, no es ni sano el terminar dándole vueltas a ese asunto,
como rotonda imbécil, o peor, como potro del recuerdo que le torturaba más, a
cada vuelta de la esquina mental donde veía yuxtapuestos las frías imágenes de
la modernidad sobre su tibio trabajo de antaño. Ya no, total. Si no se está
preparado para las situaciones así, la vida nos hace prepararnos. Mejor,
regresa su mente al viejo taller, su hogar, su casa, su guarida y galería. Ahí
donde diluyó con un poco de thinner su alma y cuerpo y poco a poco fue a
repartirlo por toda la ciudad, alegre, apurado, antes que se pudiera secar, o
volar.
Ahí sentado,
rodeado de aquellos moldes, pinceles, lonas y cuadros impregnaba de nostalgia
ese viejo taller, en el fondo se escucha el trajinar cotidiano de su mujer. Él
ha seguido pintando, escribiendo con aquel escarlata mientras medita. Los vagos
recuerdos y reflexiones se entrelazan entre las cerdas de ese pincel calvo,
terminando ese trabajo que cerrará el ciclo de color y lucidez que por tantos
años lo mantuvo. Frente a él, terminando un epitafio color escarlata sobre la
cruz de su propia tumba, seca por última vez su viejo pincel y se prepara para
ir a cenar con su amada esposa.
Tito Rosales.