En el entronque de ecos a través del trepidar citadino. En el
de una ciudad hirviente a las once de la
mañana, en una esquina furtiva donde
el arte hacia bastión, una aliteración de versos surcaban las calles, los
puestos y las malogradas caras de los transeúntes de un martes. Sabida lirica
deambulaban en aquel ambiente hostil, tan lejano a la sutileza y más dado al
carroñeo capital por algún alimento para el cuerpo y para el futuro. Poesía
intrínseca que se añadía a las paredes cual plomo antiguo y hacía espacio al
lado de afiches de ofertas deslumbrantes o cantantes baratos sin nada que
decir. Era un núcleo artístico que se fusionaba con los ardores de la clase
trabajadora, en aquel mercado que no paraba de trabajar y vociferar las ofertas
del día, haciéndole competencia directa a Lugones o Baudelaire con su chorizo
recién traído y su cabeza de res fresca.
Eran ellos,
tras un simple atril y en manos con papeles impregnados de anhelos. Alrededor,
en corro, los otros seres ocupados se mostraban inquietos, curiosos pero sin
dejar de lado su cotidianidad. Ahí, una suave voz derrochaba palabras extrañas
pero concisas, como eslabones preciosos de fina plata, Donde una a una las
palabras iban haciendo mella en aquellos atareados seres, sumiéndolos en una
letanía temporal apartados de ellos mismos.
“A nadie te pareces
desde que yo te amo…” se escabulle entre las bolsas del mandado de una
señora cuarentona que suspira al escuchar aquello mientras consume un refresco
de dieta y unas frituras preparadas. El
murmullo citadino le fue haciendo espacio a las palabras bonitas, el sonido de
los furiosos claxon fue callando respetuosamente mientras que las
desgargantadas ofertas cedieron un poco a lo gratis de la poesía. Aquel poeta
inerte seguía recorriendo aquellos albores de historia y melancolía, al tiempo
que el sentimiento innato por lo sutil que en todos se nos presenta florecía en
algún cargador de mandado o en aquella empleada de la papelería. Ahora lo
entendían todos, en silencio deshilando cada palabra de aquellas cosas tan
lejanas pero tan propias. En el mismo suelo donde cada día forjan ese futuro
muchas veces sombrío, de ciclos interminables de lo mismo, de las mismas
conversaciones, de la misma fatiga y de la misma programación televisiva. Aquel
baldazo de agua fría que los hacía sentir como antaño, antes de soportar las
miradas muertas de las reses o los pescados malolientes a cada instante. Aquel
poeta no les enseñaba nada, solo les recordaba recordar.
“Al cielo, donde ve un trono reluciente
el Poeta, sereno, lleva sus dos brazos
y la relampagueante lucidez de su espíritu
ocúltale el airado semblante de los pueblos“.
Pareciere
detenida aquella ciudad en derredor del arte. Muchos se daban cuenta del amor
por aquellas evocaciones por primera vez en su vida y, mirándose unos a otros
con esas miradas pinches se decían querer participar. ¡Todos seremos poetas de
nuestros momentos!, todos tenían por fin algo que contar y ahí había
oportunidad. Aquel poeta seguía señalando con versos de que se compone la vida: una metafísica cotidiana que a todos nos pertenece pero que no sabemos mirar.
Sus brazos se cubrían de evocaciones y tocaban aquel éter que a todos los
recorría, como ondas a través del agua. Como brisa serena que los revestía de
ansiedad, de ganas de hablar, y mucho. El silencio interior ya no era parte de su
norma, era momento de dejarlo salir.
***
Nadie alcanzó a escuchar el silbido
que se produce cuando un proyectil cursa el aire partiéndolo de repente, ni ningún
sollozo repentino salido de algún sitio. La lejanía del mundo comercial en que
aquellos mercaderes estaban les hizo reaccionar tardíamente ante el embate de
la violenta realidad. Aquel poeta que con mirada perdida perdía y trasportaba a
la concurrencia quebraba la voz al son de aquella admirada poetisa que tanto
añoraba. Aquella en la cual su alma se cimbraba al compás de aquellos versos
poderosos. Alba de Acosta a la que con tributo y suspiro evocaba y
presentaba aquellos versos inmortales:
Momentos
de paz completa
la
noción de la vida se estanca.
El
ideal ausente…
el
espíritu se ensancha.
Pasan
las horas en el espacio abierto
palpando
la sonrisa de la nada…
Llega
una voz
que
quiebra la armonía
y
vuelve a ser lo mismo
la
materia…
…incompleta”…recitaba
el poeta en el aire mientras de espaldas sucumbía. Una bala había partido
aquella poesía al igual que su vida. Una bala perdida de un atraco cercano que lo
había encontrado atravesaba <<la materia incompleta>> del ultimo
verso de la última poetisa igual como atravesaba aquella ensanchada garganta.
Con furia, aquel proyectil devolvía las últimas palabras de aquel sutil poeta a
su origen, dando por terminada aquella jornada etérea.
En el suelo, a un lado de aquel
atril y un micrófono ensangrentado algunas hojas muy blancas con apuntes muy
claros se escabullían entre las piernas de los transeúntes y volaban rumbo a la
avenida para perderse entre la suciedad y la apatía. El poeta, con los ojos muy
abiertos mirando al cielo estorbaba ya los pasos que apresurados se atiborraban
en sus puestos de trabajo. La gente aletargada se despertaba haciendo muecas de
aquel instante de poesía para volver a su cotidianidad mientras el poeta
fatigado con un hilo de sangre recorriendo hacia el asfalto se perdía para
siempre en los anales de una ciudad sin memoria.