Los billetes y las tarjetas de crédito esparcidos entre el fango y la
suciedad le hacían sendero hacia su fuerte. Aquí y allá sus pasos se iban
topando con los vestigios de lo que fuera una moderna ciudad y con monstruos
aterrorizados que antes solían ser personas. El vecindario por el que deambulaba
no se veía muy disto a aquel antes de las catástrofes: basureros visitados por
alimañas, gente caminando a prisa mirándote de reojo y autos con luces
titilantes a toda velocidad con camino a ninguna parte. Así se presentaba aquel
barrio mientras lo cruzaba tranquilo, intercalando charcos de aceite y lodo con
un six pac entre sus brazos, no había novedad. Es tan solo el fin del mundo.
La casa estaba tapiada de
las ventanas y la puerta, solo se podía entrar por una abertura secreta de la
parte posterior; ahí dentro su mujer lo esperaba impasible pero contenta. Desde
la ventana del segundo piso se podía observar parte de la ciudad, iluminada
aquí y allá por fuegos y explosiones, luces centelleantes y ruidos de sirenas.
La ciudad estaba oscura salvo por las chispas de locura que la incendiaban,
pero ahí, la pareja conservaba en el techo un pequeño generador de electricidad
a gasolina, así que la energía eléctrica aun bañaba un poco aquella casita,
como una ventana entre la oscuridad tenebrosa del presente a un pasado que ya fue.
El sartén chillaba ante el
contacto del aceite, uno a uno los pedazos de cebolla picada caían ante la
ardiente sustancia, la sal bañaba y la pimienta se escurría junto con ella. El
olor de la sazón se escapaba entre las tapias de las ventanas diluyéndose con
los olores de un imperio chamuscado. Luego, los filetes bailoteaban también
entre aquel cóctel sazonador mientras a un lado él partía la verdura fresca y
el pan de trigo listo para ponerse a calentar. Todo aquello se hacia mientras
de rato en rato se daban tragos a la cerveza recién traída. La idea de una
ultima cena les hacia poner énfasis a aquel suculento manjar, mientras una
caricia por aquí, y un beso por allá les hacia recordar que se tendrían el uno
al otro, con o sin final.
Los golpes y alaridos de
afuera, junto con autos con música a todo volumen se hicieron cotidianos,
algunos, sin arrepentirse, celebraban la llegada del fin ultimo mientras se lanzaban
balaceras al aire. Otros, la mayoría, todos arrepentidos querían seguir
viviendo, dabanse cuenta muy tarde de la concepción de la vida ante las puertas
de la muerte. Adentro, una música suave recorría la sala mientras se degustaba
aquel sabroso festín. Ellos dos y el gato fiel reclinados en el sofá a cada
tanto miraban la hora en sus teléfonos celulares carentes de señal pero con una
puntualidad macabra <Siete
veintisiete de la tarde y el fin del mundo aun no llega>>. Recordaban esa
última semana, donde el principio del fin se había dado en lugares de oriente,
por millares, entre inundaciones y tormentas ardientes provenientes del sol los
habitantes de aquellos parajes, tan lejanos siempre a través de la televisión
sucumbían ante el inevitable fin. Aquí aun no se tenían noticias de alguna
calamidad climática, mas bien era la misma gente que adelantándose a los hechos
y presas del miedo y del pillaje, poco a poco y sin ningún tipo de clase o
dignidad se abocaba al suicidio social faltos todos de una sana manera de
morir. Pero ellos, ahí en su pequeña sala esperarían tranquilos lo que fuera a
pasar.
Los platos se lavaron y se
acomodaron donde siempre habían estado, había sido una excelente cena y solo
hacia falta un buen café para cerrar con un buen broche la velada. Ahí,
mientras ella subía para acomodar algunas pertenencias él miraba la sala, esa
pequeña salita llena de libros, pequeña si, pero que representaba el mundo mas
grande y completo que hubiera podido haber deseado. Sonriente y nostálgico
miraba los lomos de tantas y tantas ventanas a una y mil realidades, se
despedían de él Asimov, Bradbury, Cortázar, Virgilio, Dick, Tolstoi, Sagan,
Hemingway, Dawkins, Fuentes, Hawking, Homero y muchísimos mas. Todos ellos
vistos a través de una silueta de olor de café que tantas remembranzas le
bañaban de tajo. Cerró los ojos y revivió.
Como fiesta de año nuevo
si se quiere, como uno de tantos fines de semana vividos. Así interpretaban la
escandalera exterior y se sumían en sus últimas asuntos aquella pareja,
mientras el gato ronroneaba aquí y allá entre sus piernas o durmiendo a ratos,
ajeno a todo vestigio de temporalidad y temor. No había mucha platica entre
ellos, cada cual tornaba sus pensamientos y reflexiones. Querían vivir, claro,
pero también, sabían que lo irremediable no se puede alterar. Habían vivido,
por supuesto. Habían aprendido a vivir extrayendo hasta la última gota de
energía en cada hora de su vida. Y ahí, sabiamente esperarían el final. Ella se
abocaba en el ultimo capitulo de un libro sin concluir, él desempolvaba un
viejo cartucho para su consola de dieciséis bits que jamás había podido
terminar. El sistema aun funcionaba bien, y solo fue cuestión de un pequeño
soplo para retirar la película de polvo que se asentaba en él. Inició sesión,
había guardado los récords de antaño. Última partida jugada: 27 de enero de
1996, oh si, que recuerdos.
Ahí, aquel cuadro se volvía
familiar. Tantos años, tantos sucesos. Ella, leyendo en el sofá o armando
alguna manualidad mientras él frenético sentado en la alfombra sumido en sus
videojuegos. Ella dejaba el libro de rato en rato y miraba aquel encuadre,
cerraba los ojos y anhelaba un pasado tan próximo como hacía una semana.
Sonreía al verlo, ahí, tan apartado de todo, solo concentrado en la pantalla. Jugando
como siempre, como si el mundo se fuera a acabar, dándolo todo moviendo con
presteza los botones del joystick. Ella terminaba de leer su libro, que sin
embargo no acababa con un FIN si no que daba pie a continuar la historia, él
también terminaba por fin aquel viejo juego que tantos años había postergado.
Apagó la consola y el luego televisor.
El reloj marcaba las once
y cuarenta, habían decidido ya recostarse y esperar lo inevitable. Ahí
tendidos, como otras tantas veces, con el gato bajo la cama se abrazaban. Las
sabanas fueron estorbosas y la ropa en aquellas alturas ya era completamente
nula, inservible. Ahí, desnudos desataron su hecatombe, con abrazos
fraternales, palabras susurrantes, caricias pueriles y besos por doquier. Ya no
era nadie más que ellos dos, como tantos años, como tantas veces. Sus olores
tan familiares los trasportaban hasta sus primeros días, el roce de sus cuerpos
se hacían temblar uno y otro a la vez. Recorrían cada centímetro entre ellos
como un páramo inmaculado, presentado por primera vez ante ellos. Se hacían
uno, como un embrión, como un feto uniforme se retorcían en el lecho. Ya no se
podría distinguir entre un limite corporal u otro. Era una chispa viviente
dispuesta a extinguirse pero no sin antes arder como nunca. Afuera, las
explosiones y temblores comenzaron, adentro también. Afuera el frenesí invadía
los ya muertos ciudadanos, adentro los revivía con mas intensidad. Mientras
afuera la ciudad se partía en dos y ocasionaba el dolor, adentro dos corazones
se hacían uno e invocaba a la dicha. Afuera, desde mas exterior, lenguas de
fuego provenientes de todos lados irrumpían la atmósfera creando auroras por
doquier, auroras de mal augurio que al tocar el suelo hacían arder todo y a
todos. Adentro el calor del lecho era proporcional al calor exterior. Ya el
destino repartía su fin cerca de aquella pequeña casa incorruptible. Entre
ellos un amor y una pasión intravenosa recorrían cada célula de aquellos
cuerpos mientras las luces se apagaban sucumbidas ante la destrucción. Un
gemido orgásmico resonó en aquella habitación última mientras de un tajo una
lengua de fuego desmaterializaba a los amantes y todo alrededor.