martes, 20 de diciembre de 2011

Sangre y polvo

El paso tambaleante estaba representado en el camino por el zigzagueo ocasional del sendero. Acá y allá se bifurcaban los pasos atiborrados de polvo y sudor, el jadeo continuo seguido con la inhalación esporádica de mocos e insectos cortaba el aire canicular a su paso, dando así una imagen solemne de pasos apresurados para llegar a algún lado. Cualesquiera que fueran, como sea que fuera.

Había pasado ya rato desde que se detuvieron a descansar, eso si, mirándose siempre con un dejo de desconfianza y temor, ahí, bajo el cobijo de un esquelético árbol se alcanzaban un poco a refrescar los ánimos y calores. Jugando con pequeñas piedras hirvientes y enramadas de espinas pudieron ventilar un poco las fulguraciones, dando así cabida para reanudar el viaje, agitado pero no revuelto, un poco menos tenso que las primeras leguas, pero aun con resentimiento.

Todo había comenzado por la misma razón por la que comenzaban muchos de los problemas que aquejan a tantos: el amor. Ese escurridizo placer agridulce que se nos presenta en una caja de bombones, o en un cañón de revolver justo entre los ojos. Y es que, hay tantas variantes para este mal, y viene en tantas presentaciones que cuando menos se piensa ya se le tiene envuelto entre las manos (o las piernas) revoloteando ahí sin dar tregua y cuartel a sus desprevenidos huéspedes.

Y tal como se dijo, el amor lo traían ahí a cuestas, tal vez era por eso que esas dos hermanas caminaban tan erguidas y tensas, y a cada tanto se daban de miradas, por el rabillo del ojo, y a veces directamente, en son retador, en pos de muerte. Se jugaban el paso; una acelerando, la otra siguiéndole. Se podían ver los músculos casi al rojo vivo y en sus bocas un grito ahogado, tal vez por respeto a su sangre, a sus antepasados quizá. Sentían en los dientes una presión de muchas libras de empuje desde la garganta, gutural y silenciosa, como tetera hirviente a punto de estallar, no se podría resistir mas. Eso no daba para más. Pero no. Nada pasaba. El flujo y reflujo emocional se sentía desde la úvula hasta el intestino, y de ahí para quien sabe donde, solo el sendero podía explicar la carga emocional que se traían y que se reflejaba entre cada suelazo dado en ese campo polvoriento que a nada les llevaba.

No había ya zigzaguear de senderos, por respeto a esa furia encontrada el camino se había vuelto recto, monótono, creyendo así tal vez poder apaciguar ese ardor que se veía desde distancia y que no pretendía apagarse. Ni piedras hirvientes para jugar, ni esqueléticos árboles se presentaban ya en el camino; ya no querían ser parte de aquella titánica confrontación. Y es que, dolía mas el trance, la tensión electroestática entre ellas, que una inminente batalla. Eso de pasar entre polvareda y respiraciones gigantes dejaba en pause todo en derredor, con un marcado signo de interrogación en cada detalle, en cada ramificación de ese paisaje venusino.

No hay pues, necesidad de presentar diálogos en esta instantánea de hechos, ajenos y propios se daban cuenta al primer vistazo de lo que se traían entre manos esa dualidad femenina, tal vez, desde el juicio de Paris no se había visto tanta competencia franca de orden celestial. Y es que la mujer, en confrontación, es más gruesa que cualquier calibre, es más dura que cualquier roble y perspicaz como solo ellas pueden serlo; las hermanas, retumbaban sus carnes a cada paso dado, se sentían las chispas de esas botas al hacer contacto con el suelo. A lo lejos, detrás de ellas, un ejercito de torvas nubes negras, grises (o grisú) por la naturaleza explosiva del ambiente que ahí se ejercía seguía a tropel a esos dos seres, como queriendo hacer el telón de fondo para la fina confrontación que debía llegar, no había marcha atrás, ya todos estaban enterados. Ahí se sacudiría el mundo.

Un viento aparatoso levanto algo de ese tímido polvo que por miedo parecía haberse asentado, esperando que los pasos atiborrados pasaran de largo sin hacer muesca en aquella confrontación familiar. Los ojos de las hermanas resintieron el ataque sorpresivo de la tierra al aire y con una gesticulación y un par de miradas potentes se apartaron los granos que les cegaban su andar. La cabellera suelta hacia su parte balanceándose de aquí a allá al compás del aire presuroso que daba ceremonia al roce accidental de esos dos seres belicosos, discurriendo aprisa y sin aviso por su cuerpo, sin mermar en el fulgor, ni los muchos grados de temperatura del que se conformaban, ella seguían en son de duelo, en son de amor.

El lugar de su destino se había olvidado desde hacia mucho tramo, y la idea de caminar en circulo, en aquellas circunstancias no hubiera parecido tan descabellada, cualquier cosa parecía factible para seguir manteniendo esos pasos casi hipnóticos, ese resoplar de odio interno con que a cada tanto se intercambiaban con la mirada. Ni el viento, ni el polvo, ni el sendero, ni la tormenta subyugarían jamás ese caminar tectónico con que hacían retumbar el suelo, un suelo inocente, ese suelo y ese camino que serian testigos de la catarsis que pronto habría de comenzar.

Ambas hermanas se acariciaban sus bolsillos de tanto en tanto, la imagen se podría describir como una sola persona caminando junto a un espejo, la imagen exacta que se reflejaba de las dos daba esa impresión. Cuando una se hurgaba el bolsillo con su mano izquierda, la otra hacia lo mismo con su mano derecha, impidiendo ese fenómeno que una u otra viera sus intenciones. Y en ese hurgar se encontraban un pequeño puñal, como ironía del destino: la misma marca, la misma maquila, el mismo regalo, hecha a cada una por ese mismo hombre, ese por el que ellas se batirían en duelo.

Un relámpago surco el cielo, a los pocos segundos el sonido ensordecedor de un trueno, la algarabía de la naturaleza animada por el viendo torrencial marcaban el cuadro para aquella confrontación. El grito de rabia no se pudo distinguir de entra las dos, ni tampoco la furia liberada, si un rayo hubiera alcanzado a alguna nadie lo hubiera notado, era mas el voltaje de aquella estática de animadversión que cualquier fenómeno natural, bueno ¿no era acaso aquel duelo un fenómeno natural? Y si lo era o no, no iba al caso, los puñales ya resplandecían a cada centella pasajera, los ojos muy abiertos y la sonrisa maliciosa de las guerreras están en su cumbre álgida y ya nada las detendría…Un estilete rozaba la mejilla de una, marcándola con un hilo de color escarlata que tomaba surcos por su rostro…la daga enemiga chocaba con su adversaria produciendo chispas naranjas…los dos cuchillos se movían de acá y allá, mientras las gotas de lluvia se confabulaban con las de sangre, con sus lagrimas y las de sus antepasados…un golpe aquí, un puñetazo al estomago, una daga cae al suelo, y sin tiempo de recogerla…las manos quieren servir de escudo, pero no se puede hacer mucho contra una hoja de acero bien trabajada…la hoja de acero a atravesado un corazón, no se sabría decir de cual de las dos, tal vez es un mismo corazón, pero lo ha partido, cuatro partes de dos corazones caen en el sendero, y la algarabía de los alrededores no se hace esperar.

Al fin, el sollozo del noto es todo lo que se llega a escuchar después de aquel épico encuentro. La mujer triunfante no piensa en festejar, ni en lamentar siquiera, simplemente camina, como lo había hecho desde hacia ya tiempo, la sangre le hace un cortejo, y como un réquiem se le presenta, no se podría dar muchos pasos en esa condición, ha vencido, ¿pero a que precio? esa hermana de las dos hermanas cae también fulminada por el duelo, tal vez en paz, tal vez en guerra, pero ahí, en el sendero su cuerpo ha quedado desplomado.

No se podría decir que la tristeza de la escena encontrada era por lo laceradas que habían encontrado a esos dos inseparables princesas, mas bien era por el hecho de que dos sólidas hermanas se hayan dado tan penosa muerte y por razones tan ínfimas como las de aquellas circunstancias. Aun así, se procedió a levantarlas del polvo y llevarles a dar cristiana sepultura, si. A otro polvo. Allá, acompañadas por una peculiar procesión van las ya despechadas victimas de la pasión. Entre tristes payasos, inflexibles trapecistas, un lacrimoso fortachón, algunos simios amaestrados, una desplomada contorsionista y un maestro de ceremonias tambaleante y en ruinas los que daban sus últimos respetos a las hermanas Roma, apellido de las dos infortunadas. Unidas por un mismo hombre y un mismo nombre: Suni, nombre tan raro como su misma naturaleza. Así ellas por fin descansaban ya en paz.

Al día siguiente, sábado ya, un letrero póstumo, sobre una madera pintada de negro, con letras blancas y un moño de luto anunciaba a los espectadores del gran circo que el número estelar de las siamesas Roma quedaba fuera del programa por la inesperada partida de tan singular personaje.

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