lunes, 19 de marzo de 2012


Primera parte de un cuento nuevo. Sobre las pequeñas sorpresas en la vida.



Luces de aseveración

Se juraba para si que no había visto el semáforo en rojo. “Estaba en verde” repetía. Pero ni el hipotético color verde brillante que creyó ver, ni los frenos de su auto, ni el apretón de dientes en el trayecto, le podían quitar ya el dolor angustiante al motociclista atropellado. Ahí, junto al arrollo. Con una pierna fracturada y raspones escarlata el joven convalecía ante los paramédicos que le auxiliaban y con palabras de aliento querían apaciguar su dolor. Auch. Y se cierran las puertas de la ambulancia. Y el policía vial realiza el papeleo y peritaje corriente. Y el causante del accidente ahí esta parado, esperando. Es un hombre honrado, la estampa se le ve. No hubo intento de fuga, no hubo idea de soborno. El policía lo ve con ojos tranquilos. El esta nervioso, y nada mas. Inútil alegar el espectro del semáforo al momento del accidente. Las cámaras lo dicen todo; acepta la derrota. Sus ojos le mintieron, su mente le mintió. Aun así. La delegación: multa, firma. Visita al hospital. Una orden para un examen de la vista. No es la primera vez de un accidente, y esta vez tampoco fue fatal. Pero, esta es la última vez. Examen de la vista, carnet de conducir autorizado. El auto enciende. En los primeros metros, en los días subsiguientes de un accidente todo va a marcha lenta. Con los ojos en alerta y en cada señal de transito una reprimenda. Nunca se quiso imaginar con anteojos. Y menos de esos tan grandes. Siempre creyó que los anteojos eran para gente cegatona y para los inteligentes. Y él sabía bien que no era muy inteligente. Salvo para darse cuenta en que lugar quedaba dentro de la frase que se había creado: Cegaton.

La oficina no era de bromas. Era de esas oficinas tranquilas con un aire sepia que se respira hasta el cansancio. Los pasos resonaban con eco en el piso. Los cubículos parecían separados por años luz de distancia. Si había saludos, y saludos sinceros. No había razón para vicisitudes en ese pulcro edificio setentero donde se albergaban las oficinas del Sistema Nacional para la Ancianidad. La antesala al más allá se presentía en cada rescoldo. En cada noción. Tap tap tap. Caminaban el par de zapatos entre cada mosaico. La oficina: Bonita, milimétricamente ordenada. Papeles, papeles y papeles, y plumas a veces. Se veían más sellos. Menos trabajo, más agilidad. Ahí en su trono. Natalio escuchaba con placer el chirrido que hacia su cómodo sillón al ir dejándose caer hacia atrás. Nunca de un solo golpe, era precavido, muy precavido. Siempre tenía la sensación de una caída inminente. ¡Cuánto ruido caray! Hasta alguien podría voltear a buscar el origen del zarpazo. Y de paso mirar sus anteojos. No, mejor no pensar en eso. Son cosas fuera del alcance. Y lo que esta fuera del alcance de uno aterra. Natalio se recargo conciso, atento. El reloj aun marca temprano. A trabajar.

Tic tac. Tic tac. El sonido no se escucha dentro de la oficina, pero el lo tiene presente. Un apaciguador metódico para la amortiguación del trabajo. Un hilo de soporte al mundo exterior. Los newtons liberados entre cada papel sellado habian estado mermando en su vista y en el dolo de su brazo. El último tic tac en su cabeza suena y se prepara a salir. Toma los anteojos y sale victorioso de un día más de trabajo. Viernes en la tarde noche. Un excitante fin de semana le espera, y el no puede esperar.

Los parámetros sobre el gozo de un fin de semana son muy misteriosos. Metido dentro de un traje sastre a cuadros Natalio recorre un sábado en la noche terrazas y pistas de baile moderado. Algo así entre las discotecas de la juventud y los bailes de la tercera edad. Natalio aun esta en la segunda, y piensa quedarse así un tiempo. A lo largo de su vida, habrían desfilado ante el algún amor incierto motivado entre colillas de cigarro y fondos de botella. Natural. Nada tan grave como se oye, simplemente personas que como el, no quieren dar prisa a la vida, y ni que la vida les de sus prisas. Algunas mucamas de hotel, madres solteras emprendedoras, maestras escolares y hasta alguna ama de casa despechada. Arremolinando la vida de dos caras junto con el deslumbre de letreros de neon donde casi siempre una letra falla y parpadea. Dando un toque bipersonal a los pasos que juntos daban entre las aceras mas sucias que bonitas. Pero más justas que sucias. Hacia ya tiempo que Natalio divagaba en soledad, no una soledad de tristezas. Una soledad espectadora que de todo da un disfrute. Con una sonrisa amable y hasta sicótica acompañándolo siempre, este bailoteaba de acá y allá en todo lugar donde se precipitara fiesta. La vida era una fiesta, y podría haber sido en un congal de lujo, o en la banca de un parque un domingo en la mañana libre de resaca. No había nada por que correr. Los pasos se sentían como caminar en la luna. Como frente a un león dormido...

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