Odio el sexo. Allí,
pegajoso, atrofiado, jadeante. Con una opresión en el pecho y una resequedad en
la garganta. Con unos punzantes toques en los omóplatos, una temblorina
apabullante en las manos y una entrepierna sudorosa y agonizante. Odio es sexo,
ahí recostada de espalda, con un demarcado egoísmo pintado entre chupetes en el
cuerpo. El clima asfixiante entre un colchón que ha dejado de tener sabana y de
una almohada perdida entre la pared y nuestros restos. Odió el sexo, aquella
vez casi entre sombras y etílicas palabras de amor. Cuando unos besos
indiscretos en unos labios indispuestos dejaron de respetar ardores y una
impertinente mano recorría aquellos rincones que dejaron de ser bastiones de
pudor y de sudor. Oh, dio el sexo y se lo regresaron desprovisto de sorpresas,
de cómplices triquiñuelas y de noches de emoción. De alientos en la nuca, de
cabellos erizados, de escalofríos de amor. Odio el sexo, es un odio de minutos.
De momentos pegajosos, atrofiados y jadeantes. De un techo blanco y una luz
parpadeante, de una música de fondo que es un abanico desvariando. De una cama
coja y una pared arañada, de un lavabo tan lejano como los pisos de azulejo.
Odio el sexo, porque en unos ratos nos pondrá a hacer cosas, a planear las
cacerías, a pagar en restaurantes, a compartir muchas bebidas. A salir entre la
gente, a platicar cosas estúpidas y reírnos ya sin saber, si es verdad que nos
reímos o nos reímos inconscientes. Odio el sexo, porque haré todo con gusto,
con una gran grandilocuencia, como ese domador de leones, con su silla como
escudo. Sin jamás saberlo yo que tal vez yo soy la silla. Oh si, el sexo.
Tito Rosales
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