martes, 4 de septiembre de 2018

Sexo...


Odio el sexo. Allí, pegajoso, atrofiado, jadeante. Con una opresión en el pecho y una resequedad en la garganta. Con unos punzantes toques en los omóplatos, una temblorina apabullante en las manos y una entrepierna sudorosa y agonizante. Odio es sexo, ahí recostada de espalda, con un demarcado egoísmo pintado entre chupetes en el cuerpo. El clima asfixiante entre un colchón que ha dejado de tener sabana y de una almohada perdida entre la pared y nuestros restos. Odió el sexo, aquella vez casi entre sombras y etílicas palabras de amor. Cuando unos besos indiscretos en unos labios indispuestos dejaron de respetar ardores y una impertinente mano recorría aquellos rincones que dejaron de ser bastiones de pudor y de sudor. Oh, dio el sexo y se lo regresaron desprovisto de sorpresas, de cómplices triquiñuelas y de noches de emoción. De alientos en la nuca, de cabellos erizados, de escalofríos de amor. Odio el sexo, es un odio de minutos. De momentos pegajosos, atrofiados y jadeantes. De un techo blanco y una luz parpadeante, de una música de fondo que es un abanico desvariando. De una cama coja y una pared arañada, de un lavabo tan lejano como los pisos de azulejo. Odio el sexo, porque en unos ratos nos pondrá a hacer cosas, a planear las cacerías, a pagar en restaurantes, a compartir muchas bebidas. A salir entre la gente, a platicar cosas estúpidas y reírnos ya sin saber, si es verdad que nos reímos o nos reímos inconscientes. Odio el sexo, porque haré todo con gusto, con una gran grandilocuencia, como ese domador de leones, con su silla como escudo. Sin jamás saberlo yo que tal vez yo soy la silla. Oh si, el sexo.

Tito Rosales


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