jueves, 5 de enero de 2012

Bastión


Tenía ya rato extraviado contemplando la copa de vino. Recostado en una silla de playa, tomando un inusual baño de sol, algo extraño en aquellos parajes oxidados. El simplemente había salido a sentarse como todos los días, a recoger sobre su cuerpo la brisa helada a la que se había acostumbrado por tantos años (por tantos siglos). Cuando de pronto en brecha celestial los ases de luz se presentaban revoltosos, haciendo mancuerna con aquellos vientos muertos, creando un multisentimiento inesperado.

Su esposa, de pie, algunos metros atrás lo miraba. En la mano izquierda sostenía una limonada fresca recién preparada y en la otra un viejo libro de cuentos. La mano de la limonada temblaba nerviosa esperando una reacción de su absorto marido. Algo que no sucedió. Le dio un trago a la limonada y puso libro y vaso en el césped azulado. Acercose a su hombre dándole un leve masaje en los hombros viejos. Con sus manos arrugadas. Aquel par de viejos, disfrutaban nerviosos de ese baño de sol inesperado.

La vieja casa de la colina tambaleaba. Como pasos de gigante un ligero temblor hacia vacilar aquellos años invertidos en aquel recinto. Rodeada de vastos muros cuasi impenetrables albergaba desde hacia incontables ayeres a la pareja. Perdida y alejada de todo rastro de vida global. Con una autosuficiencia metódica, al trote de llevar una vida natural, o a lo más que se pudiera llegar en aquellos turbios y apocalípticos tiempos. Pero. Nada es para siempre, y ellos siempre lo habían sabido. Fuera de las fronteras de su amor un mundo desbaratado en codicia e ignorancia pura se desgajaba por miles de millones de guerras mundiales, pestes, hambres y canceres. No había ya que salvar. Solo ellos mismos. Años y años solo para ellos dos. Treinta, cuarenta, cincuenta. Los números ya no valían. El tiempo se había detenido, morando por ahí en placida efervescencia. Iba y venia. Por el solar, por la casa. Con ellos bailando, leyendo, amando. Y siempre mirando hacia arriba, atentos. Ahí al ras no había ya nada que mirar. Pero arriba, las estrella aun seguían en su tapete, ellos lo sabían. Lo sentían, lo anhelaban. Y en un par de ocasiones, tal vez tres, lograron divisarlas por algunos instantes, en alguna noche de claridad entrecortada. Cuando las tenues nubes perennes se descuidaban, ellos habían estado muy atentos.

Ese día de claridad canicular el mundo se daba cuenta de ese último bastión. Los viejos lo sabían, siempre supieron que ese día tendría que llegar. Jamás supieron cuando pero siempre habían estado preparados. Y ese día lo estaban. La turba clamaba por hambre, por sed, por odio. Tantos años aquel paraíso escondido, tantos años haciéndose pedazos entre ellos sin recular en aquel lugar de sueño perdidos. Violando lo que quedaba de fertilidad en la patria, bebiendo hasta el tuétano de sus otrora incubadoras de vida. Donde ya ni la lluvia se había dignado a aparecer con alguna frecuencia. Todo eso y más despertaban los furores de una humanidad arrastrada y esquelética, victima de si misma, y, que en vez de negarse tan viles contracciones sentimentales, las enraizaba aun más. La lección no había sido aprendida, ya no. Ni tiempo para aprender, ni tiempo para morir. Le sobrevivía, eso si, sin inmutarse la soberbia. Esta seguía germinando en aquel rescoldo de sociedad a cada instante. Donde lo verde, azul, amarrillo, ¡rojo! habíase monocromatizado en grises y sus derivados. Rostros sin ímpetu estival. Solo frialdad esporádica, egoísmo, horror, miedo y odio.

La aglomeración tumultuosa daba con todo a los muros del lugar. Sabían que dentro les esperaba un mundo nuevo, una nueva oportunidad de supervivencia. Aquella pareja de carcamales que egoístamente habían ocultado la salvación de la humanidad debían de sufrir las más altas consecuencias por tal irresponsabilidad. Y ellos, la muchedumbre serian los heroicos verdugos de semejantes truhanes. Después de haber saciado claro sus más elementales necesidades. Los potentes muros por fin caían ante el tumulto, presa de la algarabía la masa barría con todo lo que encontrara a su paso, en frenética búsqueda de alimento y agua. Manos grises y desesperadas vaciaban ya las alacenas, trojes y bodegas que fueron encontrando. También así una pequeña huerta hidropónica, destruyendo en la revuelta aparatos, estantes, cuadros, recuerdos, paredes, jardines, muebles, vida y autorrespeto. Una gran cisterna fue vaciada en instantes, saciando solo a una ínfima fracción de la muchedumbre. Resultado igual había ocurrido también con la comida, no habría ni para comer ni producir ya. El tumulto no conoce razones, y la razón se esconde ante la desesperación. De pronto se vieron todos, de pie. En silencio, con sangre en las manos y dolor en el corazón. No hubo instante de gozo, ni de albricias duraderas. El último rescoldo de una humanidad olvidada era borrado sin más. Y para siempre.

Desde arriba, con una pasividad inquebrantable la pareja de ancianos observaba a la turba, en un mezzanine reforzado. Preparado exiguamente para testificar la redención o la culminación final de la que aun se podría llamar raza humana. De pie, ante lo último de lo último, abrazados, mirando a los demás, como quien ve a un animal triste después de comer su único bocado con mirada condescendiente y lágrimas recorriendo su rostro sin dejar de apretarse fuertemente, solo les quedaba observar.

Alguien del tropel alcanzo en su miseria a divisar a los ancianos, y en un coro multitudinario de odio se abocaban a destruir a los más grandes egoístas que habían pisado la tierra. Mas era inútil, la ultima fortaleza de la ultima fortaleza de la tierra estaba muy bien protegida, alejada ahora si de ellos. De su odio e impotencia. La muchedumbre ansiosa, se dio por destruir lo que había sido por unos instantes su esperanza de salvación. Los ancianos seguían mirando, con conocimiento previo de las acciones desesperadas de la que caerían presos estos seres antes llamados gente. Resultaban las paredes de dentro mucho mas resistentes de lo que habían sido las exteriores y al poco tiempo habían dejado la alocada empresa de destrucción. Al cabo de unas horas o días, la turba iracunda se alejaba y la vieja casa de la colina se unía en color y forma al resto del mundo monocromático. El césped azulejo, la silla del jardín, el vaso con limonada y el libro de cuentos se perdían para siempre entre las ruinas de una civilización hundida.

Arriba, en el mezzanine, se bebía una última botella de champagne, en una mesa para dos a la luz de una vela amarillenta rodeada de algunos cientos de libros. Al dar por terminada la copa de champagne el viejo matrimonio se recuesta en una bella cama, cómoda como una nube. El señor mira a su pareja, como leyéndose la mente ella asiente con lagrimas felices corriendo entrambos. En un rustico buró al lado de la cama un botón rojo es activado. Por los conductos del aire una niebla traslucida invade el lugar. Ella lo abraza, respirando hondo un mortífero gas en un último beso. Así abrazados, sonriendo en esos instantes, ahora si. Contentos de ser ellos mismo, el ultimo resquicio de una humanidad amorosa se duerme para siempre ante el vaivén de luz y sombra que la ultima vela de la tierra les ofrecía.

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